Antes de la pandemia:
Entre 2014 y 2016 el virus del Ébola se cobró la vida de más de 11.000 personas solo en Liberia, Sierra Leona y Guinea. La crisis del Ébola nos estremeció, pero nos dejó un poso casi anecdótico. El último brote en República Democrática del Congo ha dejado hasta el momento 2.266 muertes. Algo parecido ocurrió con el Zika en 2016. Se estima que, en Brasil y Colombia, nacieron 4.000 bebés afectados por síndrome de Zika congénito. La epidemia afectó a cientos de países, pero, aunque nos aterró el hecho de que pudiera propagarse por “acá”, pronto vimos cómo las principales consecuencias seguían “allá”: una generación de niños y niñas con minusvalías físicas y psíquicas que aún desconocemos y un empobrecimiento agravado de sus familias.
Los coronavirus son viejos conocidos para la comunidad científica. Por ejemplo, las epidemias de SARS y MERS en 2003 y 2019, respectivamente, fueron también causadas por otros coronavirus y de ellas sabemos poco o nada porque conservábamos esa seguridad propia del occidente rico, si bien es cierto que las epidemias y brotes más letales azotan con mayor fuerza a las personas más vulnerables del planeta. Más de 800.000 muertes por neumonía ocurren cada año en niños y niñas menores de cinco años y todavía decenas de millones de pequeños no tienen acceso a las vacunas que les protegerían. La malaria causa la muerte de 400.000 personas anualmente, principalmente en países de África Subsahariana. Chagas, zika, leishmania… Las llamadas “enfermedades de la pobreza” se llaman así por algo. Nos duelen menos, nos importan menos y nadie las investiga porque no son económicamente “tan rentables”.
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Durante la pandemia:
Hoy el escenario COVID-19 es, sin duda, desolador en todo el mundo y nos recuerda que la salud es un asunto global y que esos temidos seres microscópicos no entienden de fronteras. Las cifras hablan por sí mismas aunque con certeza están infraestimadas. Precisamente la falta de datos fiables sobre los casos y las muertes ha sido, es y será uno de los grandes retos y añade complejidad y dificulta el control de la pandemia.
Al mismo tiempo, la respuesta internacional en términos de colaboración y coordinación ha sido escasa, bajo un clima tenso de desconfianza entre las grandes potencias mundiales y se ha echado de menos, además, una respuesta más sensible a los distintos contextos. No todas las personas partimos de la misma situación ni sufriremos las consecuencias de igual manera. La salud va más allá de lo estrictamente sanitario y las medidas deberían adaptarse a las diferentes situaciones y condiciones de vida. ¿Cómo lavarse las manos sin tener acceso a agua potable? ¿Puede quedarse en casa quién debe salir a trabajar para subsistir? ¿Es posible el distanciamiento social en un campo de refugiados? ¿Y qué pasa con las mujeres que están conviviendo confinadas con sus maltratadores? ¿Quiénes asumen los cuidados de personas enfermas y de sus hijo/as? Obviar todas estas cuestiones, no solo es peligroso, sino que se aleja de la mirada transversal, multidisciplinar, con perspectiva de género y sensible a los determinantes sociales que cualquier medida de salud pública debería tener.
Es esta misma mirada estrecha y limitada, la que aún nos impide ser conscientes de que la salud humana vive en íntima relación con la salud del planeta. Desde esta interdependencia se explica también el origen de nuevos patógenos y saltos entre especies que son el resultado de la degradación ambiental y de los impactos negativos que tienen los cambios de uso de la tierra y algunas prácticas agrícolas para la producción alimentos o biocombustibles.
En un plano diferente, esta pandemia constata una vez más que el modelo de I+D+i biomédico tiene que repensarse y que es necesario apostar por áreas de investigación, como las enfermedades infecciosas o la Salud Pública, que son habitualmente abandonadas por ser nichos de mercado poco interesantes para la industria farmacéutica. Un mercado en el que las patentes, los monopolios y las carreras comerciales están por encima de las personas. Esta forma de funcionar dificulta la asequibilidad y disponibilidad de tratamientos, vacunas o diagnósticos y es ineficaz, pues genera duplicación del conocimiento cuando lo más inteligente sería poner en común los esfuerzos para avanzar más rápido. En este sentido, los gobiernos poseen las herramientas necesarias para eliminar estas barreras y garantizar que cualquier tratamiento o vacuna prometedora lleguen a todo el mundo, más aún cuando la mayor parte de la investigación que se está realizando en COVID-19 cuenta con una gran inyección de dinero público.
En definitiva, hoy parece que somos más conscientes de que la salud debe estar en el centro de todas las políticas y que también todas las disciplinas deben impregnar la salud. Que la salud es un bien común que debemos proteger, que los sistemas públicos son los pilares fundamentales de una sociedad justa y que es imprescindible fortalecerlos con los recursos suficientes para que nadie quede atrás. En España, “uno de los mejores” sistemas sanitarios del mundo ha mostrado sus fragilidades y sus grietas, evidenciando que debilitarlo y poner en juego su universalidad no sólo es injusto sino que es poco inteligente, igual que lo es disminuir el apoyo, la coordinación y la financiación de la investigación pública.
Con muchas cuestiones abiertas y muy pocas certezas, se nos presenta una oportunidad única de plantearnos algunas preguntas desde el ámbito de la Salud Global.
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Preguntas para repensar otro mundo posible:
Reconociendo la importancia de reforzar los servicios públicos a todos los niveles y, específicamente, los servicios públicos de salud: ¿Cuáles serán los principales focos en la defensa de los sistemas públicos de salud, de forma que integren la salud preventiva y comunitaria como ejes fundamentales con una mirada sensible desde los determinantes sociales de la salud? ¿Cómo disminuir la brecha de inequidad sanitaria que favorece la vulnerabilidad de algunas comunidades? ¿Estamos preparados/as para pensar en una ciencia para que integre las preguntas de la ciudadanía?
Es necesario repensar las medidas tomadas frente a la pandemia. ¿Cómo integrar los determinantes sociales y la perspectiva de género en la respuesta sanitaria y social? ¿Estamos pensando en las consecuencias del confinamiento en la salud mental de las poblaciones? ¿Cómo afectará a la socialización y el desarrollo de niños y niñas? ¿Cómo podrían haberse planteado las medidas sin afectar de manera tan brutal a la salud física, teniendo en cuenta la enorme prevalencia global de enfermedades cardiovasculares, obesidad o diabetes?
El acceso global a los medicamentos, vacunas, diagnósticos y otros productos sanitarios está en juego. ¿Serán los gobiernos valientes a la hora de tomar medidas que limiten los monopolios y las patentes, salvaguarden la inversión pública y, en definitiva, hagan todo lo que esté a su alcance para garantizar que los nuevos tratamientos y vacunas para COVID-19 lleguen a todas las personas que lo necesiten en cada rincón del mundo?
Siendo conscientes de nuestra interdependencia global, ¿cómo sensibilizar y movilizar más y mejor en torno a los conceptos de “Una Salud” y “Salud Planetaria”?
Frente a las narrativas del odio y la crispación, la generación de desconfianza en las instituciones sanitarias, en los gobiernos y en la Organización Mundial de la Salud: ¿cómo aprovechar el caldo de cultivo social que apuesta por la unión, el reconocimiento y la colaboración fraterna? ¿Cómo eliminar el racismo y la estigmatización de la enfermedad que generan división? ¿Cómo mejorar la comunicación en salud para tener una ciudadanía informada y empoderada sin alarmar, crear miedo, alarma y disgregación? ¿Cómo construir desde la sociedad civil discursos de esperanza crítica en la comunidad global?
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