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Queremos un mundo donde la tecnología esté al servicio del bien común


Antes de la pandemia:

En 2016, Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial, declaró el inicio de la Cuarta Revolución Industrial. Una revolución caracterizada por el uso generalizado de las TIC, la interconexión a través de Internet (de las personas, los países, los electrodomésticos, etc) y la extensión de innovaciones, tales como las impresoras 3D.

La tecnología os hará libres. Ese parecía ser el mantra que nos repetían hasta la saciedad hasta el día antes de la declaración del Estado de alarma. Desde entonces, todos los planes estratégicos en materia de política económica tienen la digitalización en el centro. También los planes de reforma de las Administraciones Públicas, para acercarse a la ciudadanía, se fundamentan esencialmente en el uso de canales informáticos. España, un país económicamente acomplejado por lo superficial, lento y tardío de todas sus revoluciones industriales, con un modelo económico volcado sobre el turismo, quiere encontrar en la digitalización la solución a casi todos sus males. Y no faltan razones para ello: Internet ha transformado la forma en que nos relacionamos con la realidad. La tecnología, en realidad, es como la energía, un elemento esencial e imprescindible para cualquier actividad económica. Pero al igual que no todas las fuentes de energía tienen el mismo valor, los mismos impactos o el mismo rendimiento; no toda la tecnología vale lo mismo. Dejando al margen la posible destrucción de puestos de trabajo que la automatización podría acarrear en nuestro sistema productivo – aunque los datos varían entre los distintos informes que se han ido publicando, en torno a un 40% de los puestos de trabajo actuales en España se sitúan en los grupos de alta probabilidad de automatización-, el mayor riesgo en términos sociales es la polarización. El abismo entre los puestos de trabajo precario e inestable, como los riders y los puestos creativos, como los ingenieros informáticos; mientras que los puestos intermedios, de tareas rutinarias, son el blanco de esa digitalización. Eso nos llevaría a una sociedad aún más desigual. Una desigualdad a la que la educación y la formación profesional no parecen estar prestando demasiada atención. El informe sobre brecha digital en España de UGT, publicado en 2019, revela datos como que en España solo un 1,6% de la población afirma haber recibido formación informática en la escuela o con alguna formación oficial, 50 puntos por debajo de la media europea. Si a ello le añadimos que un 13,6% de los hogares en España no tienen acceso a Internet tenemos todos los ingredientes para entender lo que está pasando en España en torno a la tecnología durante la pandemia.

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Durante la pandemia:

Y es que bendita tecnología, que nos ha permitido seguir estando cerca de los nuestros y superar el aislamiento. Incluso el de los pacientes ingresados, en momentos tristes y tan difíciles. Nos ha servido para canalizar la naturaleza social de nuestra especie, y de pronto ciudadanos anónimos, empresas y centros educativos han puesto a disposición del sistema sanitario y de cuidados sus impresoras 3D; en momentos en que la deslocalización ha amenazado todos los suministros, la democratización de la producción ha sido la pieza clave. La tecnología ha servido para acceder a la educación y la cultura. Pero también ha profundizado las fracturas de la desigualdad. Pienso en el alumnado que no ha podido seguir las clases o recibir el material necesario. En ese 13,6% de hogares sin acceso a Internet. En la España vaciada, sin conexión de alta velocidad, intentando seguir una clase en una plataforma inestable. Ha servido además para la vigilancia social, sin que tengamos herramientas suficientes como individuos para controlar de qué forma, cuándo y dónde se han almacenado nuestros datos.


La pandemia nos deja algunas enseñanzas: el desarrollo tecnológico no puede ser el único horizonte. La economía tiene que servir a nuestras necesidades, ha de estar orientada a la vida, los cuidados, la alimentación. A la hora de la verdad, no ha sido el panel de mandos de alta tecnología, sino el motor de los limpiaparabrisas lo que ha servido para fabricar ventiladores. Nos hemos dado cuenta de que todos nuestros gadgets se quedan cojos si no hay un sistema público de investigación, como el que nos hubiera permitido reaccionar con más rapidez a la demanda de tests, o en una segunda fase al desarrollo de una vacuna, y que garantice el acceso universal a la misma. Quedan pues para el día después estos retos: repensar un modelo productivo y tecnológico que garantice la inclusión y responda a las necesidades reales de las personas. Ello pasa por un control democrático de la tecnología y de su uso, muy especialmente el de los datos. Y si esa es la clave, la respuesta puede estar en la economía social y solidaria; una economía basada en la proximidad, la relocalización frente a la deslocalización, y la orientación al beneficio colectivo.


Aceptar que la mera digitalización es signo de “progreso” puede dar la falsa sensación de que la tecnología queda fuera del debate político. Cuando, tal y como se ha demostrado, debería ser todo lo contrario: si es una pieza esencial de nuestras vidas y del ejercicio de nuestros derechos, la tecnología debería colocarse en el centro del debate.


Las preguntas que deberíamos hacernos el día después de la pandemia, no son distintas a las que deberíamos habernos hecho, pero sí más urgentes.

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Preguntas para repensar otro mundo posible:

  1. La primera: ¿los avances tecnológicos responden a necesidades reales, ya sean individuales o colectivas? ¿O, por el contrario, van orientadas a crear nuevas necesidades de consumo?

  2. ¿Quién es titular de esos avances tecnológicos? ¿Van a ser accesibles en caso de necesidad, o responden a la lógica del beneficio privado?

  3. ¿Se dan las condiciones para garantizar el acceso a los avances tecnológicos de toda la ciudadanía, o los avances están profundizando las desigualdades, creando brechas nuevas?

  4. ¿Contamos con los recursos suficientes para la producción de aparatos, el almacenamiento de datos? ¿O va a depender la producción de la explotación de recursos extranjeros? De nada sirve exigir que se cierren las minas en Europa, mientras importamos minerales raros a países donde no se respetan los derechos humanos; a los que además endiñamos la tarea de gestionar los residuos tecnológicos. Esta pregunta sirve no solo para los recursos materiales, también para el conocimiento, ¿contamos con un sistema de innovación e investigación que nos permita avanzar? ¿o descansa sobre el conocimiento generado -y controlado- por otros?

  5. ¿Qué datos se están almacenando sobre nuestro uso de la tecnología? ¿Quién los almacena? ¿Con qué propósitos?

  6. Y la última, paraguas de todas las demás: ¿es realmente la tecnología la solución a todos nuestros problemas?


Puedes descargar la Guía completa pinchando aquí.

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